Escogí dejarme caer áquella tarde-noche por el bar
musical Le Pardiez, donde solían
tocar free jazz esos aburridos domingos que no tenía ni puñetera idea de qué
hacer.
Me siento en una grotesca silla de terciopelo violeta,
confidente íntima de mi cuerpo cansado y, agrietado. Un hombre negro sacado del
New York de los años cincuenta toca el saxofón acompañado de una modesta batería
de jazz. Y todos se preguntan quién se ha engullido al contrabajista, pero por
ahora, el camarero deposita un whisky doble con hielo sobre mi mesa.
Mientras éste besa mis labios con la frialdad de una
novia desencantada, el whisky entra a través de mi garganta y penetra en mi
estómago produciendo una suerte de explosión nuclear reconfortante. Liberándome
de la galante postura de las piernas cruzadas, reposo mi mirada en la belleza
rubia que se avista a dos mesas, a las dos en punto. Está sola, aburrida. Su
vestido blanco de gala aprieta sus carnes y telepáticamente me dice <<Te
he estado esperando toda la vida.>> Y sonrío, sonrío porque mi talante
natural me impulsa a hacerlo, qué remedio, así que sonrío. Y ella sonríe, y eso
está bien. El whyski está bien y la rubia está bien.
El ritmo de la batería es sereno, reconfortante. El
saxo dibuja melodías en el aire: una nave espacial ataca a una especie
coleóptero gigante. Y aparece el contrabajista, un hombre calvo, regordete y
tardío, con una muchacha de madera de Pernambuco más profunda que el infierno.
La suerte está echada. Un par de caderas se acercan
jugando al vaivén de dos enamorados y su mirada enfoca al suelo, incapaz de
soportar la vergüenza por lo que va a suceder con quién va a suceder. Se sienta
en la silla de enfrente sin preguntar, sin mirarme siquiera, y juega a estirar
el círculo acuoso dejado por un leve derrame de mi copa con su hermoso dedo,
acabado en una uña intensamente roja.
--No tengo intención de llegar a conocerte jamás.
Sigue sin mirarme y su voz es electricante, suave
como el terciopelo que me acaricia la espalda, y cálida, además de seductora;
jugetona incluso. Su tono pausado y calmado, da a entender que tiene todo el
tiempo del mundo para recrearse en lo imprevisible de la noche.
Yo, por el contrario, tengo hasta que se me acabe el
whisky.
--Pero si esta noche resulta más larga de lo
habitual, me gustaría advertirte –prosigue, sin darme tiempo a respirar.
—Nada volverá a ser lo mismo –y su mirada se clava en
la mía como dos almendras maduras e inescrutables que claman por ser abiertas y
descifradas. La sostiene por unos segundos y el aire que nos rodea se para, se
satura, y la música se queda estancada en el compás como un disco de techno
experimental pedante. Y ahora el mundo gira entorno a sus labios, y no se si el
whisky se me ha subido a la cabeza o esta mujer expele hechizos por la boca pero,
cojo su mano y escapamos de este torbellino estático al exterior.
Una suave llovizna enfría el ansia del taxi por frenar
de forma atropellada frente a nosotros. Mi whisky se ha quedado a medias y no
hemos intercambiado ni media palabra más. Nos sentamos en la parte trasera, a
oscuras, y recorriendo el filo de sus estrechas piernas, llego al torso
superior, que se sostiene como el último pilar de un planeta obsceno.
Las prisas han echo que el whisky se me repita, así
como sus últimas palabras, que resuenan en mi cabeza como el conjuro de una
perdición. Porque esta mujer es perdición.
Vamos a su piso, o eso parece, y nos apeamos en uno
de los barrios bien de Londres. Entramos
en el edificio más cercano. Primer piso. Abro. Cierro, y mis vergüenzas se
quedan con mi abrigo en su magnífico perchero de madera de arce.
Ahora sigo por su pasillo y cada vez que mi mente se
escapa en su cuerpo desnudo, me gustaría chasquear los dedos para volver del
embrujo y llegar a la sala de estar. Me siento en su sofá chesterfield; ella
entra en una habitación. Trae una vela que deposita en la mesilla frente al
sofá y apaga las luces.
La fulgurante diablesa me devora el pecho,
arrinconando mis sentimientos en algún lugar abandonado de mi cuerpo, y me
rebana el placer en pequeños tacos que me regala cada medio segundo, rezumando
el orgasmo expectante en el friegue de sus partes íntimas con las mías.